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La leyenda del ‘Papamoscas’ de la Catedral de Burgos
Publicado el 29 May, 2015

La Seo Burgalesa esconde entre sus muros una historia llena de fantasía y realidad popularmente conocida como el ‘papamoscas’. cuenta la leyenda que la catedral de burgos recibía diariamente de incógnito la visita del Rey Enrique III el doliente, que acudía al templo todos los días a rezar movido por su fe. en una de sus visitas diarias mientras rezaba vio a una joven dama arrodillarse frente a la tumba de fernán gonzález, se cruzaron variadas miradas durante el rezo, y cuando la dama se dispuso a salir de la catedral le dedicó una fugaz mirada al rey, quién no pudo frenar la necesidad de conocer un poco más a la joven de mirada dulce y la siguió en la distancia para saber dónde vivía.

Todos los días el Rey, cuando entraba en la Catedral, buscaba con la mirada a la joven y, como si de un ritual se tratase, la contemplaba rezar frente a la tumba y la seguía a escondidas hasta su casa, sin ser capaz de decirle unas palabras. La joven se percató del ritual diario del Rey y viendo que él era incapaz de hablarle, un día al salir de la Catedral pasó a su lado e hizo caer de forma disimulada su pañuelo. El Rey se apresuró a recogerlo pero en vez de devolvérselo se lo guardó cerca del corazón y le ofreció a la joven el suyo mientras le dedicaba una sonrisa: fue incapaz de decirle ni una palabra. La joven se sintió dolida por no recibir ninguna palabra del rey y salió llorosa de la Catedral; justo antes de traspasar la puerta emitió un lamento desgarrador que retumbó en toda la Catedral por el eco.

Al día siguiente el Rey regresó a la Catedral con la intención de volver a ver a la dama, pero no la encontró. Su mirada durante el rezo se dirigía a la tumba donde solía rezar la joven, pero ella no acudió, los días fueron pasando y la joven no volvía a la Catedral como cada mañana. El Rey, atormentado por el recuerdo del lamento de la joven, rezaba por no desfallecer y un día decidió ir a la casa de la joven, pero para su sorpresa, la apariencia de la casa era de abandono: ventanas abiertas y rotas, interior sucio y desordenado, todo tenía la apariencia de llevar mucho tiempo deshabilitado. No encontró nada que le pudiera ayudar a conocer el paradero de la dama. Un vecino que lo vio buscar desconsolado, le confirmó que la casa llevaba vacía años y que la familia que allí vivía pereció por la peste.

El rey, abatido, volvió a su castillo del que no salía y, atormentado por el recuerdo de la joven, comenzó a enfermar. Sus médicos, preocupados por su débil salud, le ordenaron pasear por los alrededores de la ciudad de Burgos todas las tardes.

Enrique III salía a pasear ensimismado en un sólo pensamiento: la mujer de la Catedral. Un día alargó su paseo sin darse cuenta que se alejaba demasiado, se perdió y se adentró en el bosque sin saber cómo volver; sentía que lo perseguían y lo acechaban. Mientras corría se dio cuenta de que un grupo de doce lobos lo acechaban, lo acorralaron, sin dejarle escapatoria; los animales comenzaron a atacarlo y el rey luchó contra la manada, pero debilitado por la lucha, decidió rendirse y dejarse ganar por los lobos. Justo en ese momento se oyó un lamento desolador que enmudeció el bosque, paralizó el corazón del rey y asustó a los lobos, que huyeron rápidamente.

Cuando todo en el bosque volvió a la normalidad, apareció la muchacha de la Catedral frente al Rey. Era aquella mujer que desde que la vio no se pudo sacar de la cabeza, y a quien recordaba a todas horas; pero el rostro de la joven no mostraba la dulzura que él recordaba, estaba marcado por el dolor y la tristeza. El rey podía escuchar pequeños lamentos que no salían de la boca de la joven si no que procedían de su corazón. Esta vez el rey al verla no se quería quedar inmóvil y se dirigió a abrazarla y besarla, pero ella lo detuvo y le dijo:

«Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y del Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…»

Tras decir estas palabras la mujer cayó fulminante en los pies del Rey. La joven guardaba en su mano el pañuelo que él le dio y el rey no se pudo separar de la muchacha, pasando la noche contemplándola. Al amanecer regresó a Burgos.

La pérdida de su amor lo llevó a encomendar a un artesano morisco que recreara a su amada, quien además pidió que la figura emitiera un sonido al toque de las horas para eternizar el lamento de la mujer y que resonara constantemente en su corazón. La figura fue colocada encima de un reloj veneciano en el interior de la Catedral. El artesano no era muy hábil y no supo inmortalizar la belleza de la amada del rey, haciendo una figura grotesca y basta que además emitía un sonido estridente, que provocaba en los fieles de la Catedral risas y burlas. Enrique III quiso inmortalizar el recuerdo de su amada, hoy se conoce esta imagen como el Papamoscas por abrir y cerrar la boca cada vez que da las horas. Muchos peregrinos del Camino de Santiago conocen la leyenda y cuando buscan descanso se dirigen a la Catedral de Burgos para ver cómo el Papamoscas marca las horas.

Categorías: Patrimonio Cultural
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